sábado, 18 de agosto de 2018

Lolita

Seamos honestos: yo también pienso en la hermosa Dominique Swain cada vez que me hablan de Lolita. Y es en aquel personaje de la película de 1997 que mi mente se pierde un buen rato hasta que soy capaz de recordar la novela de Nabokov. Si bien las dos películas filmadas con base en el libro se dejan ver muy bien (¿mencioné a Dominique Swain?), ninguna de ellas nos acerca a la tragedia escrita. ¿Una hermosa mujer? ¿una simpática historia de amor prohibido? No. Nada de eso encontrarás en estas páginas. Éste es un libro que te va a doler por donde lo mires.
“Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-lita: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta”.
Recuerdo haber leído aquellas primeras líneas. Recuerdo haber dicho en voz alta: “Nooo”.
Luego de su divorcio, el profesor francés H.H. (Humbert Humbert) cruza el Atlántico para establecerse en los EE.UU. Enloquecido por la memoria de su primer amor de adolescencia -ella murió casi inmediatamente sin conocer jamás la adultez-, la fatalidad lo pone cara a cara contra quien significaría no la luz de su vida ni el fuego de sus entrañas, sino la condena a muerte de su alma.
Mientras buscaba hospedaje, Humbert llega a una casita de Ramsdale -pueblo ficticio de New England-, donde lo recibe la hospitalaria viuda Charlotte Haze, por quien desarrolla inmediata repulsión al ser una mujer demasiado inculta para alcanzar su visto bueno. Éste fue para mi un momento clave, pues me dio la certeza de que Humbert no merecía la menor simpatía. No solo está envilecido por la tragedia sino que también se esconde tras unos aires de grandeza que de verdad resultan repelentes. La casa tampoco le parece el monumento a la cultura y el buen gusto de los que se cree merecedor. (Lean esto y traten de no poner los ojos en blanco):
“Pero no había peligro de que me quedara allí. No podía ser feliz en ese tipo de casa, con revistas manoseadas sobre cada silla y una especie de abominable hibridación entre la comedia de los llamados muebles funcionales modernos y la tragedia de mecedoras decrépitas y mesas de luz desvencijadas y bombillas fundidas. Me guió escaleras arriba, hasta “mi” cuarto. Lo inspeccioné a través de la bruma de mi rechazo, pero discerní sobre “mi cama” “La sonata de Kreutzer”, de René Prinet. ¡Y llamaba a ese cuarto de sirvienta un “semiestudio”! ¡Salgamos de aquí en el acto!, me dije con firmeza mientras fingía considerar el precio ridículo y ominosamente bajo que mi voluntariosa huéspeda me pedía por cuarto y pensión. Pero mi cortesía europea me obligó a sobrellevar la ordalía.”
(Sí, he conocido personas así en la vida real. Sí, no deberían existir, pero lo hacen).
Cuando está a punto de salir corriendo de aquella pocilga, sus ojos se encuentran con Lolita, la hija preadolescente de Charlotte. Ve en ella a su amada muerta y sus hormonas explotan. De pronto, ya no le importa que la casa fuese de abominable mal gusto y decide quedarse.
“Era la misma niña: los mismos hombros frágiles y color miel, la misma espalda esbelta, desnuda, sedosa, el mismo pelo castaño. Un pañuelo punteado en torno al pecho ocultaba a mis viejos ojos de simio- pero no a la mirada del joven recuerdo- los senos juveniles”.
(Éste es el momento en que uno sabe que Humbert es hombre muerto).
Con el único objetivo de saciar su apetito sexual con Lolita, Humbert hace más que instalarse en casa de su madre: se casa con ella.
Un día, su nueva esposa descubre el manuscrito donde el verdadero Humbert, desprovisto de toda “cortesía europea”, describía al detalle no solo el desprecio que sentía por la “vieja loca” sino la pasión por su pequeña hija.
“Miró mis piernas y dijo
—La señora Haze, la gorda puta, la vaca vieja, la mamá abominable; la vieja estúpida Haze ha dejado de ser una incauta. Ahora... ahora…
Mi rubia acusadora se detuvo, tragándose su veneno y sus lágrimas. Lo que Humbert Humbert dijo –o intentó decir– carece de importancia. Charlotte siguió:
—Eres un monstruo. Eres un farsante abominable, un criminal. Si te acercas... me asomaré gritando a la ventana. ¡Atrás!
Creo que puede omitirse lo que H. H. murmuró.
—Me marcho esta noche. Todo esto es tuyo. Pero nunca, nunca volverás a ver a esa desgraciada mocosa. ¡Fuera de este cuarto!”

Es necesario detenerse en los verdaderos sentimientos de Charlotte hacia su hija. No existe una sola línea de la novela que nos haga pensar en que realmente la amaba, sino más bien páginas y páginas donde son obvios su agotamiento y su envidia freudiana hacia la pobre niña. Son entonces tres seres condenados a la desgracia y a la soledad: Humbert y Charlotte y Lolita. Tres miserables que jamás conocieron el amor de nadie, y a quienes las páginas siguientes no hacen sino sumergir en horrores reservados solamente para las almas más rotas.
Uno de los peores nudos en la garganta que me dejó esta novela -y hay muchos- es la frenética carta que Charlotte le escribe al verdadero Humbert, sabiéndolo ya el monstruo que acechaba a su niña. Un minuto de silencio aquí pues nunca antes había yo leído semejante expresión de miseria humana. En ella, la solitaria mujer ensaya manotazos de ahogado en los que le propone a su amado enviar a “la desgraciada mocosa” a un reformatorio, y “después de un año de separación, podremos...”, “oh, querido, querido mío, oh mi...», “pero que si me hubieras traicionado con una mujer”, “... o tal vez moriré…”.
Aterrorizada ante la posibilidad de quedarse sola otra vez, Charlotte está dispuesta a borrar del mapa a su única hija para retomar su relación con aquel distinguido caballero francés, acaso su última oportunidad de conocer el amor, el sexo y las palabras bonitas. En el mundo real, no son pocas las madres que prefieren ignorar los abusos sexuales que cometen sus hombres en contra de sus niñas con tal de asegurar lo que ellas llaman amor. Ser testigo de esta horrorosa realidad retratada por el despiadado pincel de Nabokov me hubiese hecho botar el libro a la basura en ese mismo instante de no ser porque la literatura es el gran amor de mi vida. Es, con certeza, uno de los episodios más desgarradores de toda la historia. Y hay muchos.
Charlotte huye de la casa tan enloquecida que un auto la atropella y le destroza el cráneo. Las palabras de Humbert al respecto:
“(...) una mujer muerta, cuya cabeza era una sopa de huesos, sesos, pelo rojizo y sangre. El sol era todavía de un rojo brillante cuando sus dos amigos, el cariñoso John y Jean, con los ojos húmedos, lo acostaron en el cuarto de Dolly. Para estar cerca, el matrimonio durmió esa noche en el dormitorio de los Humbert. Creo que no se comportaron tan inocentemente como la solemnidad de la ocasión lo requería”.
Humbert termina regocijado de acostarse por fin en la cama de Lolita, quien andaba de campamento, y termina emborrachándose. Por fin se había deshecho del obstáculo que significaba la existencia de Charlotte entre él y Lo.
“Señores del jurado”. Humbert se dirige en todo momento a quienes se encargarán de sentenciarlo -posiblemente a la pena de muerte- por el secuestro y la violación sistemática de una niña de doce años, además del asesinato que comete impulsado por los celos. Unos optaríamos por ejecutarlo mientras otros lo enviarían a la cárcel por el resto de sus dias. Debemos notar, sin embargo, que aunque embelesado en el egoísmo de su siniestro disfrute sexual -que es finalmente su única brújula- Humbert es consciente de las atrocidades que terminaron destruyéndole la vida a esa niña que tuvo la desgracia de caer en sus manos. Esto no lo vuelve merecedor de nuestra piedad sino que más bien constituye el agravante que a mí me haría decidir por la pena máxima: es un hombre demasiado lúcido como para siquiera insinuar que no sabía lo que estaba haciendo. “Por motivos que quizá parezcan más evidentes de lo que son en realidad, me opongo a la pena capital. Confío que el juez comparta tal actitud. De haber comparecido ante mí mismo, habría condenado a Humbert a treinta y cinco años por violación y habría descartado el resto de las acusaciones”.
No, Humbert Humbert. Tú no solo te ganaste la silla eléctrica sino que la pediste a gritos. A mí no me convences con tu verborrea francesa.
Sí, Vladimir Nabokov. Tú no solo nos tocaste cada nervio del cuerpo con este testimonio espeluznante y hermosamente escrito sino que lo pintaste con el dominio de las acuarelas que solo poseen artistas como Miguel Ángel, Da Vinci y tú. A mí sí me convences con tu literatura algo francesa, algo rusa, algo americana, pero universal por sobre todas las cosas.
“Deseo que esta memoria se publique cuando Lolita ya no viva. Ninguno de los dos vivirá, pues, cuando el lector abra este libro. Pero mientras palpite la sangre en mi mano que escribe, tú y yo seremos parte de la bendita materia y aún podré hablarte desde aquí hacia Alaska. Sé fiel a tu Dick. No dejes que otros tipos te toquen. No hables con extraños. Espero que quieras a tu hijo. Espero que sea varón. Que tu marido, así lo espero, te trate siempre bien, porque de lo contrario mi espectro irá hacia él, como negro humo, como un gigante demente, y le arrancará nervio tras nervio. Y no tengas lástima de C. Q. Había que elegir entre él y H. H. y era preciso que H. H. viviera a lo menos un par de meses más, para que tú vivieras después en la mente de generaciones venideras. Pienso en bisontes y ángeles, en el secreto de los pigmentos perdurables, en los sonetos proféticos, en el refugio del arte. Y ésta es la única inmortalidad que tú y yo podemos compartir, Lolita”.