viernes, 10 de agosto de 2018

El proceso


Es fácil identificarse con esta novela si vives en Perú. ¿Cómo puede sentirse tan cercana esta historia escrita del otro lado del Atlántico por un judío nacido en Praga?
Un hombre es detenido. Nadie sabe explicarle por qué. Ya en libertad, se convierte en protagonista de un engorroso proceso judicial que termina condenándolo a muerte sin saber jamás quién lo acusa, ni de qué. Páginas y páginas de absurdo, más absurdo y más absurdo. La respuesta nunca llega. El abogado no hace sino confirmarle que los acusados y sus defensores nada pueden hacer. Empapelado hasta el cuello y sin entender ni pizca de lo que sucede, sucumbe ante una realidad carente no solo de sentido sino también de verosimilitud. ¿Ya les suena familiar?
Es la misma narrativa sobre la futilidad de la existencia que conocemos gracias a Julio Ramón Ribeyro, quien mencionó alguna vez a Franz Kafka como una de sus influencias nocivas, y lo responsabilizó directamente por cuentos suyos como Doblaje y La insignia.
La realidad peruana es absurda por donde se le mire. El día a día en nuestro país no es sino una suerte de oscuro nudo comédico tan enredado en sus propios tentáculos que muchas veces provoca más mirar hacia otro lado que dejar nuestras vidas luchando por desenredarlo.
Ésta es mi lectura de El proceso, una muy personal y que no me transporta a otro continente porque la siento como el testimonio del abuelo checo de Ribeyro, ese antepasado europeo sin sentido del humor. En esta novela a Kafka lo siento peruano.
-Pero yo no soy culpable -dijo K-. Es un error. ¿Cómo puede ser un hombre culpable, así, sin más? Todos somos seres humanos, tanto el uno como el otro.
-Eso es cierto -dijo el sacerdote-, pero así suelen hablar los culpables.