miércoles, 29 de mayo de 2019

La JSA (2000) tras el lente de Park Chan-Wook


Mientras el resto del mundo recibía el nuevo milenio, Corea del Norte cumpía ya cincuenta y dos años encerrada en sí misma bajo la dinastía comunista de los Kim. Desde el espacio, las fotografías nocturnas muestran el Asia entera iluminada mientras que Corea del Sur parece una solitaria isla debido a que su hermano perdido no conoce la luz eléctrica por el salvaje racionamiento. Con este gemelo ya irreconocible solo es posible comunicarse a través de transmisiones clandestinas, aunque estas permanecen unidireccionales, siempre de sur a norte y principalmente en forma de videoclips pop y series románticas ¿Quién sabe qué se esconde en el norte? ¿acaso también tienen algo que ofrecer y algo que decir?

Song Kang-ho, acaso el mejor actor surcoreano vivo, encarna al Sargento Oh Kyng-pil, quien es no solo un solemne militar encargado del Área de Seguridad Compartida (JSA por sus siglas en inglés), sino también un joven amante de la cerveza, los snacks y una novia que lo espera fuera del cuartel. La rutina de trabajo en la frontera tiene un elemento comédico, tanto en la película como en la vida real: los militares de ambos países arman formación frente a frente con caras de malos. Suelen ser muchachitos que nada tienen que ver con la demencial guerra apenas detenida por un armisticio y es por eso que no es raro que cada cierto tiempo aparezcan señales de una tímida amistad, generalmente basada en el asombro de reconocerse en un coreano del otro lado.

Es así que Oh conoce al joven sargento norcoreano Lee Soo-hyeok, encarnado por Lee Byung Hun (en 2009 volveríamos a ser testigos de la impecable dulpa que forman Song y Hun en la película de horror dramático Sed, también dirigida por Park Chan-wook). El azar y la confianza propia de quien busca un amigo llevan a Oh a cruzar la frontera varias noches para reunirse con Lee a tomar cerveza, reír de las anécdotas de la vida militar e intercambiar música y consejos sobre chicas. Aparte del extremo cuidado por no ser descubiertos por las tropas de sus respectivos países, nada en estas interacciones guarda relación con el tenso conflicto de más de medio siglo que transformó la región y el mundo. No estamos aquí ante dos antagonistas en un retrato bélico, sino ante dos muchachos estresados con ganas de pasarla bien.

Solo en un momento la tensión corta el aire en la cabaña donde ya otros oficiales del sur y el norte han comenzado a reunirse para jugar cartas, beber y compartir snacks. Oh regala chocolates surcoreanos a Lee, quien inmediatamente los abre y los mete a su boca, siempre listo a saborear los placeres que no existen en su devastado norte. Entonces, Oh, en su noble deseo de un mejor futuro para su nuevo amigo -a quien llamaba hermano- le pregunta si quiere desertar a Corea del Sur, donde no pasaría hambre, sino que podría comer todos los chocolates que le diera la gana. Lee recibe estas palabras como un puñal -la cámara de Park se encarta de hacérnolos saber en un close-up de su rostro- y escupe el chocolate surcoreano, aunque sería más preciso decir que abre la boca y lo deja caer lentamente. Se dirige entonces a su (¿todavía amigo?) surcoreano y le dice:

-Voy a decir esto solo una vez, así que escúchame bien. Mi sueño es que algún día nuestra república producirá los mejores dulces de esta península.

A pesar de la timidez con que Oh propone a Lee dejar su patria y acompañarlo, de alguna forma no estaba listo para recibir una respuesta negativa, ya que la sorpresa en sus ojos no deja de repetírnoslo por varios tensos segundos. Lee no estaba dispuesto a dejar Corea del Norte y jamás podría estarlo.

Es en este preciso momento que la película toma otro rumbo, ya que se va desvanaciendo la camaradería para recibir una nueva etapa, la de Lee Young-ae en el papel de la Mayor Sophie E. Jean. Las Fuerzas Armadas tienen que actuar rápido ante un lamentable evento que amenaza las ya complicadísimas relaciones con Corea del Norte y que ha despertado la rabia de los altos mandos en los EE.UU., quienes reaccionan destacando a la militar coreanoestadounidense de emergencia al Área de Seguridad Compartida para investigar la inoportuna muerte de dos oficiales norcoreanos en manos del oficial surcoreano Oh Kyng-pil. No pudo suceder en peor momento y las circusntancias eran muy confusas: el informe mencionaba un secuestro, una posible incursión ilegal en territorio norteño y todo olía muy raro ¿Qué habría pasado en realidad?

domingo, 26 de mayo de 2019

Gran Torino y la bondad de un amargo cowboy


Eastwood nunca dejó de ser Eastwood. Es la primera impresión que tengo al mirar el póster de Gran Torino y encontrarme con su rostro. Allí está él, inexpresivo en su profunda carga emocional, octogenario cowboy con el oscurecido paisaje desértico del spaghetti western, esta vez imponiendo su amada soledad en los bellos y duros suburbios de Detroit.

Con el mismo aplomo con que lanzó su diatriba contra una silla -antojadiza encarnación de Barack Obama en la Convención Republicana de 2012- Clint Eastwood encarna al veterano Walt Kowalski, solitario conservador que disfruta de la paz y el silencio tras décadas de servir a las tropas de la libertad en el mundo. El águila calva, los misiles y la bandera de estrellas son el alma colorida de este hermético anacoreta.

A Kowalski, quien se lamenta de que los negros e inmigrantes se hayan ido apoderando del vecindario, le cae como baldazo de agua fría ver a su propio hijo al volante de un auto japonés, ya que un verdadero americano conduce un Ford -como su adorado clásico Gran Torino), un Chevrolet o un Chrysler. Un verdadero americano no traiciona a su patria enviando sus dólares a la Toyota a cambio de un auto de plástico. Esta misma fijación con un pasado que lo llevó a la gloria afloraba en amargas palabras contra sus vecinos cada vez que estos perturbaban su paz con música afroamericana, guitarras mexicanas o lengua vietnamita. Todo esto, sin embargo, sería poco al compararse con la osadía de Thao Vang Lor.

Thao, vecino quinceañero de la etnia asiática mong, intenta robarse el preciado Ford Gran Torino del garage de Kowalski. Éste, siempre alerta, en forma y armado hasta los dientes, reduce al pequeño vándalo apuntándolo con un fusil de guerra. No fue el deseo de muerte ni de cárcel lo que primó en ese momento, sino una sensación hasta entonces desconocida que fue tomando forma conforme el indefenso adolescente se daba más a conocer. No robaba por pertenecer a una banda criminal, sino forzado por el bullying que sufría a manos de sus parientes pandilleros, quienes lo amedrentaban para asimilarlo a su mundo de robos, drogas y prostitutas. Un adolescente frágil, inseguro, pobre y huérfano como él, tenía muy poco que elegir y también muy poco que perder. Kowalski, entonces, elige no dispararle y no llamar a la policía, sino que lo condena a visitar su soledad y ayudarlo con la limpieza del auto y otros quehaceres domésticos. El jovencito acepta de muy buena gana y es así que se va materializando una estrecha relación de padre e hijo -o de abuelo y nieto- entre estos dos hombres cuyo único patrimonio en común es habitar grises mundos solitarios.

Así, Kowalski termina ganándose el aprecio de la familia mong, a quienes visita para celebrar un cumpleaños. Las escenas en que el veterano interactúa con los inmigrantes son particularmente jocosas, ya que se hace más que evidente que nunca el punto donde se apoya la mayor grandeza de la película: Kowalski jamás deja de ser quien es. Kowalski es Eastwood mismo y se encuentra por encima de cualquier consideración social, espiritual o política. Aun habiendo aceptado a este muchachito como un hijo -y protegiéndolo con su vida misma- sigue siendo hasta la última escena el mismo viejo cascarrabias que no pierde oportunidad para despotricar contra los negros, mexicanos y asiáticos, y que incluso en sus mayores muestras de generosidad y abnegación, permanece impasiblemente aislado en su pasado glorioso, atrincherado tras su bandera de estrellas y horrorizado ante la vecina que lo maldice en vietnamita y su propio hijo: aquel americano traidor que, alienado de sus raíces spaghetti western, consume el plástico con llantas que produce la industria automotriz del Japón.

https://www.youtube.com/watch?v=__OONmT-Cyg

sábado, 25 de mayo de 2019

Esperando Érase una vez... en Hollywood


En esta carta de amor a un cine que ya no existe, Quentin Tarantino rinde homenaje a aquel país de ensueño que llenó nuestros ojos desde niños a través de la cultura pop.
Ese país tampoco existe hoy porque desde su origen mismo fue precisamente la constante mutación la que lo volvió omnipresente, y tanto mutó que terminó convertido en una secuela de sí mismo.
Érase una vez... en Hollywood nos lleva a través de un agujero de gusano hacia ese mundo fantástico de los sesenta donde Sharon Tate es la rubia coqueta, Bruce Lee se mueve como una saeta invencible, y Charles Manson encarna todos los miedos de una sociedad demasiado embelesada con el placer y la belleza como para aceptar que lo macabro coexiste en la familia de al lado, fiel reflejo de nosotros mismos.
Enamorado locamente del tráiler, no puedo decir más porque no sé más. Necesito verla.