martes, 21 de agosto de 2018

El romancero gitano


Su luna de pergamino
Preciosa tocando viene,
por un anfibio sendero
de cristales y laureles.

Son estos los primeros versos que leí del Romancero gitano. Es la única memoria bonita que me dejaron cinco años de literatura en la secundaria, y todavía recuerdo cómo renegué al ver que en todo el libro no había un solo poema más de aquel misterioso escritor español. Cuando terminé de leer el poema completo -Preciosa y el aire- pensé: “¿¡Qué demonios es esto!? ¡es mejor que Eguren!” y tuve que comprarlo, o más bien pedirle a papá que lo comprara, ya que tenía doce años por aquel entonces y era papá quien compraba todo. Ese fue el inicio de mi eterna devoción por Don Federico García Lorca.
Preciosa y el aire es la historia de horror -bellamente disfrazada de canción de cuna- en la que el viento queda fascinado ante la belleza de Preciosa, la bella joven gitana que caminaba por el bosque. Trata de seducirla y solo logra que la muchacha salga corriendo aterrorizada. De testigo se encuentra el mismo San Cristóbal, aquel que cargó al Niño Jesús a través de un río, pero él no hace nada por socorrerla:
San Cristobalón desnudo,
lleno de lenguas celestes,
mira a la niña tocando
una dulce gaita ausente

Es con esta misma belleza y esta misma calma que Lorca nos narra una serie de episodios oscuros entre los que brillan la infidelidad, el incesto, el odio racial y el homicidio, motivado éste último en poemas como Reyerta por la rivalidad entre familias gitanas:
Juan Antonio el de Montilla
rueda muerto la pendiente,
su cuerpo lleno de lirios
y una granada en las sienes
(...)
Señores guardias civiles;
aquí pasó lo de siempre.
Han muerto cuatro romanos
y cinco cartagineses

Yo me imagino a Lorca como una suerte de flautista de Hamelin. Va hipnotizando a sus lectores con la dulzura de su flauta poética -casi toda hecha de octosílabos en estricta clave de romance- mientras los lleva a lugares donde jamás ellos hubiesen aceptado acompañarlo en sus cinco sentidos.
Lean esta descripción del paisaje en la historia de Preciosa:
En los picos de la sierra
los carabineros duermen
guardando las blancas torres
donde viven los ingleses
Y los gitanos del agua
levantan por distraerse,
glorietas de caracolas
y ramas de pino verde.

Y ahora terminemos con la historia. Observen aquí cómo Lorca no deja de pintar un bosque con detalles tan precisos que al final tenemos un cuadro listo para colgar en la pared. Con esa misma precisión nos narra el desenlace:
Preciosa, llena de miedo,
entra en la casa que tiene,
más arriba de los pinos,
el cónsul de los ingleses.

Asustados por los gritos
tres carabineros vienen,
sus negras capas ceñidas
y los gorros en las sienes.

El inglés da a la gitana
un vaso de tibia leche,
y una copa de ginebra
que Preciosa no se bebe.

Y mientras cuenta, llorando,
su aventura a aquella gente,
en las tejas de pizarra
el viento, furioso muerde.

La hermética nación gitana, impenetrable por sus cuatro costados, se nos abre aquí como una rosa trágica, aunque sin dejar la alegre guitarra, los tambores y las castañuelas, que no paran de sonar hasta el final del poemario. Todo en el Romancero gitano tiene la cadencia del flamenco. Lleva también los pies descalzos y el pañuelo en la cabeza. Si tuviese que dar forma humana a la sexualidad que rebalsa esta canción poética, diría que viste a la usanza de fiesta gitana, cuidándose muchísimo de no mostrar los tobillos pero sí un escote que ni las chicas occidentales se atreverían. Repito lo que dije a los trece años: “¿¡Qué demonios es esto!?”
Los dejo con una introducción de la españolísima escritora Esperanza Ortega:
“El Romancero gitano es una de las creaciones líricas más significativas del siglo XX. Punto culminante de la primera etapa estética de Lorca, el propio poeta lo define como el poema de Andalucía, y lo llamó gitano porque el gitano es lo más elevado, lo más profundo, más aristocrático de mi país, lo más representativo de su modo y el que guarda el ascua, la sangre y el alfabeto de la verdad andaluza y universal. Es, sin embargo, un libro donde apenas sí está expresada la Andalucía que se ve, pero donde está temblando la que no se ve: un libro antipintoresco, antifolclórico, antiflamenco…, donde las figuras sirven a fondos milenarios y donde no hay más que un personaje grande y oscuro como un cielo de estío… la Pena”.
POSDATA
Mi noviecita de aquel entonces era otra enfermita de la literatura, quien me contó que había vivido enamorada de Lorca desde los seis años. Tenía todos sus libros porque su papá era tan engreidor como el mío y se los había comprado todos. El día que la conocí, traté de impresionarla hablándole de libros. Ella me contó de su secreto amor por un escritor español que no solo era un genio sino que salía guapísimo en sus fotos en blanco y negro.
-Pero ese ya se murió hace años -le dije.
-¿Cómo?
-Claro, ya está muerto. Lo fusilaron, le metieron como quinientos balazos. Además nunca te hubiera hecho caso porque era maricón.

Supe más tarde que el enterarse de forma tan brusca sobre la muerte de su amado le había ocasionado una fuerte crisis depresiva.
(Nunca he tenido mucho tino para decir las cosas pero creo ya no ser tan bestia como lo era a los doce años).

sábado, 18 de agosto de 2018

Lolita

Seamos honestos: yo también pienso en la hermosa Dominique Swain cada vez que me hablan de Lolita. Y es en aquel personaje de la película de 1997 que mi mente se pierde un buen rato hasta que soy capaz de recordar la novela de Nabokov. Si bien las dos películas filmadas con base en el libro se dejan ver muy bien (¿mencioné a Dominique Swain?), ninguna de ellas nos acerca a la tragedia escrita. ¿Una hermosa mujer? ¿una simpática historia de amor prohibido? No. Nada de eso encontrarás en estas páginas. Éste es un libro que te va a doler por donde lo mires.
“Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-lita: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta”.
Recuerdo haber leído aquellas primeras líneas. Recuerdo haber dicho en voz alta: “Nooo”.
Luego de su divorcio, el profesor francés H.H. (Humbert Humbert) cruza el Atlántico para establecerse en los EE.UU. Enloquecido por la memoria de su primer amor de adolescencia -ella murió casi inmediatamente sin conocer jamás la adultez-, la fatalidad lo pone cara a cara contra quien significaría no la luz de su vida ni el fuego de sus entrañas, sino la condena a muerte de su alma.
Mientras buscaba hospedaje, Humbert llega a una casita de Ramsdale -pueblo ficticio de New England-, donde lo recibe la hospitalaria viuda Charlotte Haze, por quien desarrolla inmediata repulsión al ser una mujer demasiado inculta para alcanzar su visto bueno. Éste fue para mi un momento clave, pues me dio la certeza de que Humbert no merecía la menor simpatía. No solo está envilecido por la tragedia sino que también se esconde tras unos aires de grandeza que de verdad resultan repelentes. La casa tampoco le parece el monumento a la cultura y el buen gusto de los que se cree merecedor. (Lean esto y traten de no poner los ojos en blanco):
“Pero no había peligro de que me quedara allí. No podía ser feliz en ese tipo de casa, con revistas manoseadas sobre cada silla y una especie de abominable hibridación entre la comedia de los llamados muebles funcionales modernos y la tragedia de mecedoras decrépitas y mesas de luz desvencijadas y bombillas fundidas. Me guió escaleras arriba, hasta “mi” cuarto. Lo inspeccioné a través de la bruma de mi rechazo, pero discerní sobre “mi cama” “La sonata de Kreutzer”, de René Prinet. ¡Y llamaba a ese cuarto de sirvienta un “semiestudio”! ¡Salgamos de aquí en el acto!, me dije con firmeza mientras fingía considerar el precio ridículo y ominosamente bajo que mi voluntariosa huéspeda me pedía por cuarto y pensión. Pero mi cortesía europea me obligó a sobrellevar la ordalía.”
(Sí, he conocido personas así en la vida real. Sí, no deberían existir, pero lo hacen).
Cuando está a punto de salir corriendo de aquella pocilga, sus ojos se encuentran con Lolita, la hija preadolescente de Charlotte. Ve en ella a su amada muerta y sus hormonas explotan. De pronto, ya no le importa que la casa fuese de abominable mal gusto y decide quedarse.
“Era la misma niña: los mismos hombros frágiles y color miel, la misma espalda esbelta, desnuda, sedosa, el mismo pelo castaño. Un pañuelo punteado en torno al pecho ocultaba a mis viejos ojos de simio- pero no a la mirada del joven recuerdo- los senos juveniles”.
(Éste es el momento en que uno sabe que Humbert es hombre muerto).
Con el único objetivo de saciar su apetito sexual con Lolita, Humbert hace más que instalarse en casa de su madre: se casa con ella.
Un día, su nueva esposa descubre el manuscrito donde el verdadero Humbert, desprovisto de toda “cortesía europea”, describía al detalle no solo el desprecio que sentía por la “vieja loca” sino la pasión por su pequeña hija.
“Miró mis piernas y dijo
—La señora Haze, la gorda puta, la vaca vieja, la mamá abominable; la vieja estúpida Haze ha dejado de ser una incauta. Ahora... ahora…
Mi rubia acusadora se detuvo, tragándose su veneno y sus lágrimas. Lo que Humbert Humbert dijo –o intentó decir– carece de importancia. Charlotte siguió:
—Eres un monstruo. Eres un farsante abominable, un criminal. Si te acercas... me asomaré gritando a la ventana. ¡Atrás!
Creo que puede omitirse lo que H. H. murmuró.
—Me marcho esta noche. Todo esto es tuyo. Pero nunca, nunca volverás a ver a esa desgraciada mocosa. ¡Fuera de este cuarto!”

Es necesario detenerse en los verdaderos sentimientos de Charlotte hacia su hija. No existe una sola línea de la novela que nos haga pensar en que realmente la amaba, sino más bien páginas y páginas donde son obvios su agotamiento y su envidia freudiana hacia la pobre niña. Son entonces tres seres condenados a la desgracia y a la soledad: Humbert y Charlotte y Lolita. Tres miserables que jamás conocieron el amor de nadie, y a quienes las páginas siguientes no hacen sino sumergir en horrores reservados solamente para las almas más rotas.
Uno de los peores nudos en la garganta que me dejó esta novela -y hay muchos- es la frenética carta que Charlotte le escribe al verdadero Humbert, sabiéndolo ya el monstruo que acechaba a su niña. Un minuto de silencio aquí pues nunca antes había yo leído semejante expresión de miseria humana. En ella, la solitaria mujer ensaya manotazos de ahogado en los que le propone a su amado enviar a “la desgraciada mocosa” a un reformatorio, y “después de un año de separación, podremos...”, “oh, querido, querido mío, oh mi...», “pero que si me hubieras traicionado con una mujer”, “... o tal vez moriré…”.
Aterrorizada ante la posibilidad de quedarse sola otra vez, Charlotte está dispuesta a borrar del mapa a su única hija para retomar su relación con aquel distinguido caballero francés, acaso su última oportunidad de conocer el amor, el sexo y las palabras bonitas. En el mundo real, no son pocas las madres que prefieren ignorar los abusos sexuales que cometen sus hombres en contra de sus niñas con tal de asegurar lo que ellas llaman amor. Ser testigo de esta horrorosa realidad retratada por el despiadado pincel de Nabokov me hubiese hecho botar el libro a la basura en ese mismo instante de no ser porque la literatura es el gran amor de mi vida. Es, con certeza, uno de los episodios más desgarradores de toda la historia. Y hay muchos.
Charlotte huye de la casa tan enloquecida que un auto la atropella y le destroza el cráneo. Las palabras de Humbert al respecto:
“(...) una mujer muerta, cuya cabeza era una sopa de huesos, sesos, pelo rojizo y sangre. El sol era todavía de un rojo brillante cuando sus dos amigos, el cariñoso John y Jean, con los ojos húmedos, lo acostaron en el cuarto de Dolly. Para estar cerca, el matrimonio durmió esa noche en el dormitorio de los Humbert. Creo que no se comportaron tan inocentemente como la solemnidad de la ocasión lo requería”.
Humbert termina regocijado de acostarse por fin en la cama de Lolita, quien andaba de campamento, y termina emborrachándose. Por fin se había deshecho del obstáculo que significaba la existencia de Charlotte entre él y Lo.
“Señores del jurado”. Humbert se dirige en todo momento a quienes se encargarán de sentenciarlo -posiblemente a la pena de muerte- por el secuestro y la violación sistemática de una niña de doce años, además del asesinato que comete impulsado por los celos. Unos optaríamos por ejecutarlo mientras otros lo enviarían a la cárcel por el resto de sus dias. Debemos notar, sin embargo, que aunque embelesado en el egoísmo de su siniestro disfrute sexual -que es finalmente su única brújula- Humbert es consciente de las atrocidades que terminaron destruyéndole la vida a esa niña que tuvo la desgracia de caer en sus manos. Esto no lo vuelve merecedor de nuestra piedad sino que más bien constituye el agravante que a mí me haría decidir por la pena máxima: es un hombre demasiado lúcido como para siquiera insinuar que no sabía lo que estaba haciendo. “Por motivos que quizá parezcan más evidentes de lo que son en realidad, me opongo a la pena capital. Confío que el juez comparta tal actitud. De haber comparecido ante mí mismo, habría condenado a Humbert a treinta y cinco años por violación y habría descartado el resto de las acusaciones”.
No, Humbert Humbert. Tú no solo te ganaste la silla eléctrica sino que la pediste a gritos. A mí no me convences con tu verborrea francesa.
Sí, Vladimir Nabokov. Tú no solo nos tocaste cada nervio del cuerpo con este testimonio espeluznante y hermosamente escrito sino que lo pintaste con el dominio de las acuarelas que solo poseen artistas como Miguel Ángel, Da Vinci y tú. A mí sí me convences con tu literatura algo francesa, algo rusa, algo americana, pero universal por sobre todas las cosas.
“Deseo que esta memoria se publique cuando Lolita ya no viva. Ninguno de los dos vivirá, pues, cuando el lector abra este libro. Pero mientras palpite la sangre en mi mano que escribe, tú y yo seremos parte de la bendita materia y aún podré hablarte desde aquí hacia Alaska. Sé fiel a tu Dick. No dejes que otros tipos te toquen. No hables con extraños. Espero que quieras a tu hijo. Espero que sea varón. Que tu marido, así lo espero, te trate siempre bien, porque de lo contrario mi espectro irá hacia él, como negro humo, como un gigante demente, y le arrancará nervio tras nervio. Y no tengas lástima de C. Q. Había que elegir entre él y H. H. y era preciso que H. H. viviera a lo menos un par de meses más, para que tú vivieras después en la mente de generaciones venideras. Pienso en bisontes y ángeles, en el secreto de los pigmentos perdurables, en los sonetos proféticos, en el refugio del arte. Y ésta es la única inmortalidad que tú y yo podemos compartir, Lolita”.

martes, 14 de agosto de 2018

viernes, 10 de agosto de 2018

El proceso


Es fácil identificarse con esta novela si vives en Perú. ¿Cómo puede sentirse tan cercana esta historia escrita del otro lado del Atlántico por un judío nacido en Praga?
Un hombre es detenido. Nadie sabe explicarle por qué. Ya en libertad, se convierte en protagonista de un engorroso proceso judicial que termina condenándolo a muerte sin saber jamás quién lo acusa, ni de qué. Páginas y páginas de absurdo, más absurdo y más absurdo. La respuesta nunca llega. El abogado no hace sino confirmarle que los acusados y sus defensores nada pueden hacer. Empapelado hasta el cuello y sin entender ni pizca de lo que sucede, sucumbe ante una realidad carente no solo de sentido sino también de verosimilitud. ¿Ya les suena familiar?
Es la misma narrativa sobre la futilidad de la existencia que conocemos gracias a Julio Ramón Ribeyro, quien mencionó alguna vez a Franz Kafka como una de sus influencias nocivas, y lo responsabilizó directamente por cuentos suyos como Doblaje y La insignia.
La realidad peruana es absurda por donde se le mire. El día a día en nuestro país no es sino una suerte de oscuro nudo comédico tan enredado en sus propios tentáculos que muchas veces provoca más mirar hacia otro lado que dejar nuestras vidas luchando por desenredarlo.
Ésta es mi lectura de El proceso, una muy personal y que no me transporta a otro continente porque la siento como el testimonio del abuelo checo de Ribeyro, ese antepasado europeo sin sentido del humor. En esta novela a Kafka lo siento peruano.
-Pero yo no soy culpable -dijo K-. Es un error. ¿Cómo puede ser un hombre culpable, así, sin más? Todos somos seres humanos, tanto el uno como el otro.
-Eso es cierto -dijo el sacerdote-, pero así suelen hablar los culpables.

jueves, 9 de agosto de 2018

El guardián en el centeno

“Soy el mentiroso más fantástico que puedan imaginarse. Es terrible. Si estoy yendo al kiosko a comprar una revista y alguien me pregunta adónde voy, soy capaz de decirle que estoy yendo a la ópera”.

J.D. Salinger dinamitó la novela americana tal como se conocía en ese entonces al publicar las impresiones del adolescente Holden Caulfield, quien sumido en lo más oscuro de la depresión narra una serie de sucesos cotidianos: su expulsión de un internado escolar, sus coqueteos con las chicas y el agobio que le produce el contacto con el resto de seres humanos.
“Decidí (...) marcharme al Oeste haciendo autostop. Iría al túnel Holland, pararía un auto, y luego otro, y otro, y otro, y en pocos días llegaría a un lugar donde (...) nadie me conocería. (...) Pensé que encontraría trabajo en una gasolinera poniendo aceite y gasolina a los carros. Pero la verdad es que no me importaba qué clase de trabajo fuera con tal de que nadie me conociera y yo no conociera a nadie. Lo que haría sería hacerme pasar por sordomudo y así no tendría que hablar. Si quisieran decirme algo, tendrían que escribirlo en un papelito y enseñármelo. Al final se hartarían y ya no tendría que hablar por el resto de mi vida. Pensarían que soy un pobre hombre y me dejarían en paz. Yo les llenaría el tanque de gasolina, me pagarían, y con el dinero me construiría una cabaña en algún sitio y pasaría allí el resto de mi vida. (...) Me prepararía la comida, y luego, si me diese la gana de casarme, conocería a una chica bellísima que sería también sordomuda y nos casaríamos. Vendría a vivir a la cabaña conmigo y si quisiera decirme algo tendría que escribirlo como todo el mundo. Si llegásemos a tener hijos, los esconderíamos en alguna parte. Compraríamos un montón de libros y les enseñaríamos a leer y escribir nosotros solos”.
Los filtros que su turbada mente ha levantado cual muros en torno a sus sentidos para tolerar el mundo real se apropian de la novela entera, y esto es precisamente lo que la convierte en inactuable: ésta es una historia que jamás verán en el cine.
Los sucesos son en realidad irrelevantes, y son los filtros de Holden -majestuosamente guiados por el pincel de Salinger- los que terminaron dividiendo la historia de la literatura americana en dos: AGC y DGC (antes de El guardián en el centeno y después de El guardián en el centeno). ¿Cómo llevar a la pantalla algo que sucede únicamente en la cabeza del protagonista?
Ésta es una forma en que J.D. Salinger se nos esconde, pero no es la única: las traducciones al español que se han hecho de este libro son todas muy pero muy malas, y quizá las únicas medio decentes que existen utilizan el dialecto ibérico, que destruye lo que viene a ser la historia más neoyorquina del mundo. Imaginen un clásico de Coppola, Kubrick o Tarantino donde el protagonista es un vaquero enfundado en la bandera americana y que fuma Marlboro. ¿Tienen la imagen? De pronto, abre la boca para decir que “el chaval echa hostias” en fuerte acento madrileño. El registro y las jergas adolescentes de un joven neoyorquino de clase alta de la década del cuarenta son las acuarelas de esta pintura. Es decir: la única forma de leer esta novela es en inglés. Créanme. No hay otra.
La novela es intraducible desde el mismo título. ¿Qué significa El guardián en el centeno? ¿Qué significa “El cazador oculto”? (otra fallida traducción que circula por ahí). Holden no tiene vocación alguna y tampoco deseo alguno de vivir. Lo único que le gustaría ser de grande es alguien que vigile los campos de centeno donde los niños juegan para así atraparlos cuando estén a punto de caer al precipicio. Es lo único a lo que quisiera dedicarse. En una novela que puede interpretarse no solo como el desgarrador testimonio de un depresivo sino como una larga diatriba contra la adultez, uno llega a notar que Holden solo siente verdadero amor por Phoebe, su hermanita de diez años, y su vocación por rescatar a los niños del abismo significa en realidad salvarlos de crecer, de formar parte de la nauseabunda realidad de los adultos, donde todo es “falso”, como cuenta Holden utilizando la palabra “phonie”, una de las tantas que carecen de equivalencia en español.

J.D. Salinger vivió recluido toda su vida, teniendo breves romances con jovencitas menores que él hasta por cincuenta años -tal como su última esposa- e hizo realidad el sueño de la aislada cabaña de Holden, donde vivió negándose no solo a ser entrevistado sino incluso a ser visto por nadie, dedicado en cuerpo y alma a escribir únicamente para su propio disfrute. En realidad es bien poco lo que publicó, ya que el grueso de su obra permanece aún bajo siete llaves, protegido por acuerdos de confidencialidad que hacía firmar a sus pocos amigos y a sus jóvencísimas amantes.
Uno de los grandes méritos de Salinger fue el construir canales sin precedentes para plasmar los estragos propios de aquel cáncer emocional que es la depresión crónica, así como sus primos hermanos: el síndrome de estrés postraumático, la ansiedad crónica y el desorden bipolar. Son todos cánceres que se apropian de la vida entera de un ser humano hasta reemplazar su verdadera identidad por completo (cuando quien padece de este tipo de trastornos se comunica, no suele ser la persona expresándose: es la enfermedad quien habla). Muchas veces estos cánceres emocionales terminan llevando a quien los padece a atentar contra su propia vida, ya que son cargas muy difíciles de soportar. Y es precisamente esta bomba emocional la que ha convertido a El guardián en el centeno en el libro de cabecera de un sinnúmero de suicidas y asesinos, tales como quienes mataron a Johnn Lennon y John F. Kennedy.
Yo jamás he sentido afecto por ningún escritor como ser humano, ya que quienes sean ellos como personas me interesa tan poco como conocer la vida íntima del cajero que me entrega los billetes en el banco: es en los billetes que se concentran mis cinco sentidos, así que del cajero suelo ni recordar el rostro. Los escritores, además, no solemos ser personas muy agradables que digamos. Por esa razón yo prefiero conocerlos solo superficialmente y que me conozcan ellos a mí de la misma manera. Pretender ir más allá no vale la pena: es una total pérdida de tiempo. Todo queda en la literatura. Y aunque Salinger no es la excepción, se trata del único autor cuya vida me produce cierto interés, ya que no solo escribió mi novela favorita de todos los tiempos sino que permanece en mis sueños como una suerte de Virgilio personal, alguien quien me tiende una mano desde su soledad hacia la mía, guardando siempre las distancias que ambos necesitamos tanto como el oxígeno.
“Nunca le cuenten nada a nadie. Si lo hacen, comenzarán a extrañar a todo el mundo”.

lunes, 6 de agosto de 2018

Travesuras de la niña mala


Travesuras de la niña mala no se reduce a la historia de un romance de pesadilla, un triángulo amoroso o una serie de desastres románticos que culminan en tragedia. De ser así, hubiese admirado únicamente el magistral uso del idioma que hace Mario Vargas Llosa sin sobrecogerme ante los sucesos. ¡Cuidado! Incluso para quienes somos adictos al uso del idioma y es con base en él que seguimos leyendo un libro o lo desechamos, aquí los sucesos cobran una inusual relevancia.
Justo cuando uno tiene la certeza de que este tren hacia lo más hondo de la inmundicia humana no puede arrastrarnos más bajo, MVLL nos sorprende con un nuevo giro, un nuevo descenso que nos empuja en caída libre. Así, nos va hundiendo cada vez más rápidamente sin dejar bordes de dónde sostenernos. Ese es precisamente el oficio de escritor, que brilla aquí como los dedos de un veterano mago cuyas mayores hazañas seguramente tuvieron lugar hace décadas pero a quien hoy las arrugas y las canas han convertido en un hombre que no necesita ni levantarse de la silla para dejarnos boquiabiertos.
Como me sucede siempre con MVLL, las páginas donde la política invade la novela se vuelven soporíferas. Las grises peripecias de los jóvenes de izquierda en la década del sesenta no son otra cosa que una gran invitación al sueño, algo que ni la pluma de un Nobel puede vestir de interés. ¿Qué tienen que ver con la trama? La novela es un género donde hay historias secundarias que suman y otras que restan. En ésta, yo siento que sobran. Sin embargo, hay aquí mucho de alergia personal, así que no dudo que a muchos los cautivará. El veneno de algunos es el manjar de otros y viceversa. Avisados están.

El Horla


Creo que tenía diez o doce años cuando Guy de Maupassant me capturó para siempre con este relato donde la angustia cobra la forma de un ser sobrenatural que lo devora todo.
Desde pequeño adoré ser testigo de aquel proceso en que un hombre pierde la cabeza poco a poco hasta estallar en mil pedazos. Este proceso ha sido retratado magistralmente por maestros de estilos y épocas tan disímiles como Goethe en Werther y Edgar Allan Poe en El corazón delator.
El Horla fue el turno de Maupassant. Víctima de fiebres, debilidad fisica y tensión nerviosa, el protagonista de esta historia nos conduce a través de un diario donde va registrando la involución de estas dolencias cuyo diagnóstico los médicos son incapaces de hallar. Mientras su salud se resquebraja, las botellas de agua y leche de la casa amanecen vacías, como si alguna entidad invisible se alimentase succionando no solo la energía vital del autor sino también estos dos elementos. No les diré más.