miércoles, 19 de diciembre de 2018

El imán


Fui, soy y seré siempre un imán para gente tronada. Esto no es una queja, ya que resultan ser también mis personas favoritas, y en realidad, las únicas con las que puedo formar vínculos afectivos. Tanto con amigos como con exnovias, apenas alguien se me acerca demasiado, sé que le falta un tornillo.
Me hallaba sentado hoy en un puesto de arepas, donde el venezolano más amable del mundo, junto a la esposa más amable del mundo y la hija más sonriente del mundo, conversaban. Todos los aman. Por el buen trato que dan a sus clientes, yo creo que los peruanos nos merecemos ser reemplazados por completo. Antes, en ese lugar había una señora que vendía anticuchos y era un hígado sin corazón. Nadie la extraña.
Volviendo al tema del imán, mientras recibía mi arepa, una niña peruana como de seis añitos vendía tarjetitas de Navidad y me miraba. Era muy linda y me dio tristeza verle la carita tan sucia. Pensé en cuán expuestos se hallan los niños ambulantes, sobre todo las mujercitas. Como un violento flashback, me vinieron a la mente las historias de horror que viven muchas mujeres y niños en nuestro país cada día.
-¿Qué es eso que estás comiendo? -me preguntó con los ojos inmensos. Era una mirada inocente pero imponente, como la de una pequeña actriz, una suerte de Dakota Fanning en Hombre en llamas, aunque en versión latina y pobre.
-Se llama arepa ¿tienes hambre?

Ella dijo que sí, pero yo fingí oír que no, tal como hago con mi hija cada vez que quiero hacerla rabiar. Esta niña rabió riendo, y sus ojos se pusieron más inmensos todavía. Era un personaje de anime. Pedí una arepa para ella, se sentó a mi lado y comenzó a devorarla.
-¿Por qué estás así? -me preguntó al verme con los ojos vidriosos.
-Es que no tengo lentes.
-¿Eres ciego?
-No, pero necesito lentes para leer y escribir, y como no los tengo, me mareo.
-Entonces no leas ni escribas, pues.
-Yo no quisiera leer ni escribir, pero es mi trabajo.
-Mi mamá también se marea pero de borracha.
-Ah entonces quizá también necesita lentes.
-¿Dónde vives?
-Aquí, a tres cuadras.
-O sea ¡por allazooote!
-Sí ¿y tú?
-¡Mira mi cara y adivina dónde vivo!

Se paró y comenzó a torcer el rostro en una serie de muecas que fueron desde inflar los cachetes hasta mostar los dientes, sacar toda la lengua y poner los ojos en blanco.
-Hmmm, no sé ¿a tres cuadras también?
-No -dijo en voz muy bajita- pero vendo tarjetas de Navidad a un sol ¿tienes hijos?
-Una, de nueve años. Dame una tarjeta, pero la de Santa Claus que dice Merry Christmas.
-Tomaaa.

Le di el sol, lo dejó sobre la banquita y corrió a ayudar al venezolano más amado del mundo a desechar una bolsa con vasos de plástico. Debo mencionar que este venezolano y su esposa, a pesar de ser muy conversadores, nunca se me han acercado demasiado, por lo que puedo garantizar que no están locos. Mi imán no falla.
-Muy bien, niña -dijo éste- gracias por ayudarme.
Impresionado por la personalidad de esta chama chiquitica, el venezolano le invitó un vaso con agua.
-¡Gracias! -gritó ella. Luego de beberse toda el agua, ensayó otra vez las mismas muecas, aunque esta vez en cámara lenta, a ver si yo por fin adivinaba dónde vivía.
-¡A cuatro cuadras!
-Nooo, pues -contestó como preguntándose cómo yo no podía descifrar algo tan obvio.

Me hubiese gustado tomarle una foto para complementar este relato, pero no me pareció buena idea exponer en las redes a una niña tan pequeña y en tan evidente estado de abandono. Por eso, opté por fotografiar la tarjeta que mi nueva amiguita tronada me vendió, y que ahora utilizaré para adornar el regalo que la tronadaza de mi hija me ha pedido por Navidad: un cuadro.