jueves, 14 de febrero de 2019

El retiro de Alfredo Bryce


Recuerdo haber intentado leer Un mundo para Julius varias veces, algo muy raro, ya que suelo abandonar un libro a las pocas páginas cuando éste no capta mi atención o falla en hincarme alguna fibra íntima. La prosa de Bryce, aunque magistral, simplemente no es para mí. Nunca supe por qué y ésta es una pregunta que no me he esforzado en responder, ya que mis libros son meros artefactos de goce que no puedo seguir usando si no cumplen con su cometido desde el inicio.

Mi fijación por la literatura como fuente de endorfinas es una de las razones que me hace sentir satisfecho de no haberla elegido como carrera universitaria. El leer libros por obligación y estudiar autores soporíferos hubiese sido una tortura académica que bien hubiese podido matar la literatura para mí. Por ello, si mis padres me hubiesen dado a elegir, habría escogido estudiar artes plásticas, ya que siempre fui torpe con las manos y me hubiese fascinado pasar años de entrenamiento hasta dominar los óleos, el pincel, el cincel y la roca.

Probé con algunos cuentos de Bryce y tampoco me causaron efecto alguno. Fue curioso porque en todos ellos pude reconocer la mano de un maestro de la prosa. Existen maestros, sin embargo, que no logran inspirarnos. En la poesía, me sucede lo mismo con Antonio Cisneros y Blanca Varela: no me hacen sentir nada. Diría, entonces, que la literatura es para mí un refugio solamente comparable al beso apasionado de una amante, y más aun, al contacto sexual. Se trata de un fenómeno tan subjetivo que los criterios académicos se vuelven irrelevantes: ante un libro puedo encontarme íntimamente asombrado y adicto, o presa total del hastío y la indiferencia.
No obstante, por alguna razón siempre he disfrutado de sus entrevistas (salvo en las que se encuentra alcoholizado), ya que si bien su mente brillante no logra encandilarme en la ficción, sí arroja en la vida real las luces de simplicidad y desfachatez que solo tienen los genios cuando se expresan de forma espontánea. Bryce no apela a recursos literarios al hablar, sino que más bien conserva un tono confesional propio de quienes ya lo han visto todo y son conscientes de la proximidad de la muerte.
Sus antimemorias, Permiso para retirarme (Peisa, mayo de 2019) será su última novela. Será también, quizá, mi última oportunidad de reconciliarme con un autor cuya obra jamás me desagradó, sino que siempre se escondió de mí tras filtros estéticos y sentimentales demasiado lejanos de los míos. Algo en esta entrevista con sabor a despedida me dice que esta despedida sí logrará capturarme y me permitirá, por fin, conocerlo.
ENTREVISTA DE ENRIQUE PLANAS A ALFREDO BRYCE
EP: ¿Cuáles son sus estrategias para combatir la depresión?

AB: Salir, viajar, moverse, no dejarte ganar por la enfermedad. Siempre camino todas las mañanas y tengo una bicicleta estacionaria donde pedaleo un rato cada vez que me acuerdo. Ahora no estoy escribiendo, pero estoy leyendo con gran placer, porque además me sirve para tener vivos los idiomas que con tanta dificultad aprendí. Ahora leo El viejo y el mar, de Hemingway en italiano, solo para practicar una lengua maravillosa.

EP: A inicios de los años setenta, Un mundo para Julius fue leída como una crítica brutal a la oligarquía. Cuando uno lee hoy esa novela, lo que encuentra es un doloroso testimonio familiar ¿El éxito suele obedecer a razones equivocadas?
AB: Cualquiera que quiera escribir para ser famoso se ha equivocado totalmente. Y mira que ya había quienes pensaban así en esa época.

EP: ¿Manuel Scorza, por ejemplo?


AB: Scorza es el mejor ejemplo, sí. Era un producto de sí mismo. Fue un vividor total de la izquierda. Como una vez que lo encontré en París. Ambos vivíamos allí, pero nos veíamos poco. Yo cruzaba la calle y le digo: ¡Qué bien se te ve! "Y eso que no soy un producto acabado", me contestó.


Entrevista completa.