martes, 5 de febrero de 2019

El no dilema de Salinger


Jerome David Salinger fue el único escritor cuya obra me condujo a desarrollarle cariño como persona. Aburridos, frívolos, amargados y con egos insufribles, la gran mayoría de escritores no somos personas muy agradables. Suelo evitar a mis colegas, y por eso, siempre dividí al individuo en dos: por un lado, sus libros, que son artefactos dignos de veneración. Por el otro, el escritor, quien no me genera mayor simpatía ni respeto que el anónimo cajero de un banco o aquel vecino misterioso con el que jamás cruzo palabra ¿Por qué entonces es Salinger la excepción, sobre todo teniendo en cuenta que él tampoco fue una persona muy agradable?
Como no tengo respuesta a esta pregunta, solo me queda especular. Quizá se debe a que El guardián en el centeno me abrió los ojos a una realidad que siempre observé, pero que nunca atiné a definir, y menos a narrar, por considerarla parte de un universo con muy poco atractivo literario. La novela, así como los escasos cuentos que publicó, se revuelve en torno a un personaje que tiene mucho de Salinger mismo. Holden Caulfield vivió una adolescencia como la que vivimos muchos de nosotros: apasionada y atormentada a la vez, donde en total caos, amigos y compañeras sentimentales desfilaban sin lograr jamás menguar por mucho tiempo la sensación de soledad que nos consumía las veinticuatro horas, y que curiosamente, solo dejaba de doler al encontrarnos completamente solos.
Luego de publicar apenas cinco libros, Salinger se recluyó en su casa de los suburbios, de la que prácticamente no saldría en cincuenta años. Apenas cruzó su puerta para furtivos encuentos amorosos, misteriosas conversaciones con amigos en Nueva York y espantar periodistas insistentes con los ojos desorbitados y el puño en alto.
Fueron cincuenta años en los que no paró de escribir y solo buscó autosatisfacerse leyéndose a sí mismo, llegando al extremo de hacer firmar a sus esposas, amantes y amigos acuerdos de confidencialidad para que ninguna de esas obras viese jamás la luz. Hoy, a nueve años de su muerte, todos los candados han sido violados y su familia publicará estos escritos inéditos que volverán a poner de cabeza la literatura anglosajona, tal como hizo El guardián en el centeno en 1951.
¿Debería respetarse la férrea terquedad del autor de nunca publicar sus textos? Es aquí que Salinger desaparece como persona y veo solamente al maestro de la literatura cuyo legado para la humanidad no puede permanecer oculto si se dan las condiciones para compartirlo. Después de todo, él ya está muerto y las tumbas son solo eso: tumbas donde todo cuerpo se degrada por igual y termina siendo solo huesos. Sus obras, en cambio, son un patrimonio tan valioso para la especie humana como los aportes de la ciencia y las maravillas de la naturaleza. Para mí no es un dilema. Entre el individuo y el escritor, el escritor saldrá siempre ganando, así sea ésta una derrota para el individuo.
Yo ya no puedo esperar a leer todo lo que él jamás quiso que nadie leyera.