viernes, 19 de julio de 2019

Divagaciones sobre Hernández y Heraud


Siempre he percibido a Javier Heraud y a Luis Hernández como poetas engrandecidos por las circunstancias. En ambos casos, el poder del mito ha catapultado sus obras a niveles adonde seguramente no hubiesen llegado jamás de haber sido otra la forma en que sus autores vivieron (y murieron).
Mientras que escritores con trabajos más amplios y sesudos no se convirtieron en personajes de leyenda, los dulces versos de Heraud se han vuelto un imán para quienes creen en el socialismo y la revolución, de la misma forma en que la sufrida bondad de Hernández nos roba el corazón a quienes preferimos los dramas internos, las nostalgias mudas y la espontaneidad de los versos lúdicos, aquel filtro bajo el cual nuestro "excampeón de peso welter" materializaba el picadillo de sus procesos mentales más íntimos en lapiceros de colores.
Si bien no creo en los mitos -ni el del joven revolucionario ni el del médico atormentado por su propio cuerpo- sí pienso que no solo es la calidad de la obra aquello que nos impulsa a leerla y a quedar prendados de ella. La literatura va más allá y se convierte en un placer tan básico como intenso, comparable con el gusto por los dulces, que es la forma en que muchos comenzamos a leer de niños.
Algunos autores son capaces no solo de devolvernos a nuestra naturaleza de instrumentos musicales de carne, sino de tocarnos cuerdas cuya vibración necesitamos sentir a lo largo de toda la cabeza y el tórax para soportar la vida un minuto más. Es la enloquecedora gratificación sensorial que nos brindan el sueño y el orgasmo. Puedo apreciar a Heraud, pero no me hace sentir nada. Hernández, mientras me estremece, logra hacerme sentir todo. Y ese estremecimiento es la razón más poderosa porque la que leo a Billy the Kid, más allá de cualquier consideración técnica.